Encuadernación: Tapa dura
ISBN: 9788467265675
Editorial: Círculo de lectores
Título original: U voini ne zhenskoe lizo
Traductor: Yulia Dobrovolskaia y Zahara García González
Año de publicación original: 1985
Año de edición: 2013
Páginas: 364
Título: La guerra no tiene rostro de mujer
Sinopsis:
Opinión:
Impresión: Crudo
Aviso: algunos de los fragmentos que se incluyen en esta reseña son
gráficos y violentos.
Leer un libro de Svetlana no es una decisión que pueda tomarse a la ligera.
La primera vez, con Voces de Chernóbil, iba sin preaviso y la novela me dejó
destrozada durante semanas. Me impactó tanto que tardé tres años en reunir
fuerzas suficientes como para leer otra obra de la autora, Los muchachos de zinc. Ya sabía lo que me esperaba y, aun así, no me amilané, porque las
palabras de Svetlana, de los testimonios que recoge, duelen, pero es un dolor
inevitable si quieres abrir los ojos a la realidad. Si más gente leyera sus
libros, todos seríamos un poco más desdichados, pero también un poco más
bondadosos con los demás. Por mucho que cada uno de sus libros sea una nueva
herida, siempre cicatrizan y te hace valorar más la vida. Tengo claro que voy a
leer toda su bibliografía, pero también sé que no me va a quedar otra que
leerla de forma espaciada si no quiero hundirme en un abismo de tristeza.
Llevaba una temporada algo floja en cuanto a lecturas, con varios libros
que me habían dejado indiferente o que había abandonado porque ya no eran para
mí; necesitaba un lugar seguro, aunque estuviera lleno de espinas, y sabía
que La guerra no tiene rostro de mujer no iba a defraudarme. Ha sido un libro que me ha removido por dentro, pero también me ha dejado el ánimo
por los suelos. Hace ya un mes que lo terminé y sigo siendo incapaz de
acercarme a nada que mencione la guerra. Es más, planeaba seguir leyendo a
Abercrombie, pero ahora mismo no me veo capaz, y eso que es fantasía.
La mayoría de novelas bélicas de corte histórico pretenden dos cosas: o diluir
un poco de ficción en la Historia que figura en los libros oficiales para darla
a conocer al público general o usar esos mismos hechos históricos en beneficio
propio para crear drama de forma morbosa. De tanto en tanto, aparece alguna
joya que se basa en la Historia para hacer crítica social, tanto de cómo éramos
como de lo que somos (e incluso lo que seremos), como Voces de Chernóbil o Losmuchachos de zinc. Aquí Svetlana va un paso más allá y explora la psicología de
su pueblo, el pueblo soviético, siempre tan belicoso, para tratar de comprender
una pulsión tan humana como es la guerra. No estamos ante un libro crítico con
el sistema, ni tampoco es una obra que pretenda darnos respuestas contundentes,
sino que la autora recoge para nosotros y para ella misma un conjunto de voces
que nos dejan entrever mejor una parte del alma humana.
«¿qué es lo que más me gustaría saber sobre la Grecia antigua? ¿Y de la historia de Esparta? Me gustaría leer de qué hablaba la gente en sus casas. Cómo se marchaban a la guerra. Qué palabras decían el último día y la última noche a sus amados. Cómo se despedía a los guerreros. Cómo esperaban que volvieran de la guerra… No a los héroes y a los comandantes, sino a los jóvenes sencillos…
La Historia a través de las voces de testigos humildes y participantes sencillos, anónimos. Sí, eso es lo que me interesa, lo que quisiera transformar en literatura. Pero los narradores no solo son testigos; son actores y creadores, y, en último lugar, testigos. Es imposible afrontar la realidad de lleno, cara a cara. Entre la realidad y nosotros están nuestros sentimientos. Me doy cuenta de que trato con versiones, de que cada uno me ofrece la suya. De cómo se mezclan y entrecruzan nace el reflejo de un tiempo y de las personas que lo habitan.»
Como ya nos tiene acostumbrados, Svetlana reune en este libro una serie de
entrevistas que realizó a mujeres soviéticas que combatieron durante la Segunda
Guerra Mundial. La Historia siempre ha sido contada por los hombres y no ha
sido hasta las últimas décadas cuando la mujer ha empezado a tener su propia
voz. Es por eso que, cuando pensamos en la guerra, lo primero que nos viene a
la cabeza es un soldado (hombre) empuñando un fusil. Es más, incluso si hacemos
el ejercicio mental de imaginar a la mujer en la guerra, le otorgamos un papel
pasivo, protegiendo a sus hijos o, en menor medida, colaborando con un médico
(siempre bajo las órdenes de un hombre) en un hospital de campaña como
enfermera. Emosido engañado. En la Segunda Guerra Mundial, el bando soviético
contaba con numerosas mujeres entre sus filas (cuya edad oscilaba entre los
dieciséis y los dieciocho años) que desempeñaban las más diversas funciones.
Había muchas enfermeras, es verdad, pero también doctoras, cocineras,
lavanderas, mecánicas, agricultoras, carteras,... Hay todo un segundo frente
del que nadie sabe nada.
«¿De qué hablará mi libro? Un libro más sobre la guerra… ¿Para qué? Ha habido miles de guerras, grandes y pequeñas, conocidas y desconocidas. Y los libros que hablan de las guerras son incontables. Sin embargo… siempre han sido hombres escribiendo sobre hombres, eso lo veo enseguida. Todo lo que sabemos de la guerra, lo sabemos por la «voz masculina». Todos somos prisioneros de las percepciones y sensaciones «masculinas». De las palabras «masculinas». Las mujeres mientras tanto guardan silencio. Es cierto, nadie le ha preguntado nada a mi abuela excepto yo. Ni a mi madre. Guardan silencio incluso las que estuvieron en la guerra. Y si de pronto se ponen a recordar, no relatan la guerra «femenina», sino la «masculina». Se adaptan al canon. Tan solo en casa, después de verter algunas lágrimas en compañía de sus amigas de armas, las mujeres comienzan a hablar de su guerra, de una guerra que yo desconozco. De una guerra desconocida para todos nosotros.»
Svetlana, por primera vez, da voz tanto a todas aquellas mujeres que fueron cruciales para conseguir la victoria, pero cuyos méritos nunca han sido reconocidos. Por una parte, están las mujeres que quedaron en la retaguardia cuidando a sus hijos al mismo tiempo que araban los campos, recogían la cosecha y sostenían la economía de todo un país. Vieron morir a sus seres queridos, cómo se destruían y saqueaban sus pueblos y aun así, muchas se unieron a la guerrilla y ayudaron a salvaguardar las fronteras. Por otra parte, están las mujeres que mantenían el ejército en pie, aquellas que cocinaban, lavaban la ropa, reparaban el armamento y los vehículos, servían de enlace entre batallones,... Trabajaron durante toda la campaña, años, hasta la extenuación, en unas condiciones atroces, indiferentes a las secuelas físicas que sufrirían a largo plazo. He querido dejar para el final unas criaturas consideradas tan mitológicas como las amazonas: las mujeres soldado. Estas, con el mismo valor y la misma determinación que cualquier hombre, incluso más teniendo en cuenta que debían enfrentarse al rechazo de sus compañeros masculinos, se dedicaban a rastrear al enemigo, detectar y desactivar campos minados, conducir tanques, dominar las telecomunicaciones, pilotar aviones y lanzar bombas y sí, también, con todos los pertrechos y arma en mano, cargar contra el enemigo.
«¡Madre mía! Las heridas… Profundas, desgarradas, extensas… Era para volverse loca… Fragmentos de balas, de granadas, de proyectiles, en las cabezas, en los intestinos, en todo el cuerpo; junto con el metal extraíamos botones, trozos de tela, camisas, cinturones. Un soldado vino con el pecho completamente desgarrado, se le veía el corazón… Todavía latía, pero el hombre se estaba muriendo… Le practiqué el último vendaje y apenas me dominaba para no romper a llorar. Deseaba acabar cuanto antes, esconderme en un rincón y llorar. De pronto me dijo: “Gracias, hermana…”, y me tendió la mano con algo pequeño y de metal. A duras penas lo entreví: el sable y el fusil cruzados. “¿Para qué me lo das?”, pregunté. “Mi madre me dijo que este medallón me protegería. Yo no lo necesitaré más. A lo mejor a ti te da más suerte”, dijo, y se puso de cara a la pared.
Al final de la jornada, por la noche, teníamos sangre en el pelo, traspasaba las batas y llegaba al cuerpo, empapaba los gorros y las mascarillas. Negra, viscosa, mezclada con todo lo que hay dentro de un ser vivo. Con orina, con excrementos…
A veces uno de los pacientes me llamaba: “Enfermera, me duele la pierna”. Y no tenía esa pierna… Lo que más terror me daba era transportar a los muertos, si una corriente de aire levantaba la sábana, parecía que te estuvieran mirando. Yo era incapaz de llevarlos si tenían los ojos abiertos, siempre procuraba cerrarles los ojos…».
Los libros de historia nos hablan de la labor que desempeñaba cada división
del ejército, quién luchó contra quién, qué estrategias se usaron, qué
innovaciones armamentísticas hubo. Lo que a mí me interesa de la guerra, al
igual que a la autora, es la parte más humana, aquella que hace referencia a
los sentimientos. Por qué unas jóvenes en la flor de la vida decidirían
voluntariamente enrolarse en un ejército que no las quiere, cómo se siente una
al matar a alguien, al ver morir a alguien, y cómo una es capaz de seguir viviendo
después de tanto horror y muerte. Para ellas, la guerra era otro mundo con
otras normas, donde la única forma de sobrevivir era insensibilizarse ante el
dolor y el sufrimiento, tanto propios como ajenos. Su lucha era terrible, pero
su fin era noble: preservar su hogar, un hogar en el que, en muchas ocasiones,
habían abandonado a sus hijos, que eran incapaces de reconocerlas a su vuelta.
«Aquella vez entre los muertos había un chico, un vecino del lugar, su madre vino al entierro. Comenzó el llanto por su hijo: “¡Ay, hijo mío! ¡Te estábamos preparando la casa! ¡Nos habías prometido que volverías con tu novia! Y ahora estás casándote con la tierra…”.»
Hay obras que hablan del trauma que supone la guerra para los que combaten
en ella, pero ninguna da voz a las mujeres ni hablan de las dificultades
añadidas con las que estas se encuentran. El ejército soviético que luchó en la
Segunda Guerra Mundial no estaba preparado para incorporar a mujeres entre sus
filas, por lo que ropa, calzado y equipamiento era de la medida de los hombres.
Ellas no disponían de ropa interior femenina, ni siquiera de material higiénico
adecuado para cuando tenían la regla. Por otra parte, las mujeres, debido a la
masculinidad que lo envolvía todo, temían perder su esencia femenina, y les
preocupaba más quedar desfiguradas (entonces nadie se casaría con ellas) que morir. Me ha parecido curioso como algunas, para no olvidar quienes
eran, a escondidas, se acicalaban cuando disponían de tiempo y presencia de
ánimo.
«A veces veo películas bélicas: la enfermera va por allí, paseándose en primera línea de fuego, toda limpita ella, tan recogidita, con una falda en vez del pantalón guateado, y con su gorrito bien colocado encima del tocado. ¡Mentira! ¿Acaso hubiéramos sido capaces de sacar a un herido del combate vestidas así? Ya me dirá usted si se puede arrastrar algo por tierra vestida con una faldita, toda rodeada de hombres. A decir verdad, las faldas nos las entregaron solo cuando la guerra se estaba acabando, eran para las ocasiones especiales. Al mismo tiempo recibimos también ropa interior de mujer, en vez de los paños menores que llevábamos, de hombre.»
La parte que se me ha hecho más dura es en la que hablan de amor, porque
sí, había amor en la guerra, pero generalmente no terminaba bien. Al principio no
lo entendía: ¿cómo puede haber amor entre tanta muerte? Pues precisamente por
eso, por el contraste. Ansían tanto la felicidad, la vida cotidiana, el afecto,
que de ese deseo de evadirse de ese mundo de sangre y fuego surge el amor. No
hay grandes historias de amor, por supuesto, porque muchos testimonios son
breves, sino que son más un puñado de recuerdos nostálgicos. Sí, nostálgicos:
por muy terrible que fuera la guerra, esa época fue para muchas chicas toda su
juventud.
«… nuestra memoria no es un instrumento ideal. No solo es aleatoria y caprichosa, sino que además arrastra las ataduras del tiempo.
… miramos al pasado desde el presente, el punto desde el que observamos no puede estar en medio de la nada.
… y además están enamoradas de todo lo que les pasó, porque para ellas no solamente es la guerra, también es su juventud. El primer amor.»
Lo único que he echado en falta relacionado con todo esto es que se hiciera
más hincapié en el amor carnal y en la relación conflictiva entre hombres y
mujeres. Muy pocas admiten haber tenido amantes y casi
ninguna hace mención a los abusos o al miedo que sentían de que los soldados
las violaran. La culpa de este vacío no es de Svetlana, sino de la moralidad
rusa: es más permisible hablar de la muerte que del sexo.
«Trajeron a un herido… Estaba tumbado en la camilla, el vendaje le cubría casi por completo, había recibido una herida en la cabeza y se le veía muy poco la cara. Un poquito. Por lo visto, le recordé a alguien, se dirigió a mí: “Larisa… Larisa… Larisa…”. Supongo que se trataba de la chica a la que quería. Y yo me llamaba justo así, pero yo sabía que jamás me había cruzado con ese hombre… Pero me llamaba a mí. Me acerqué, no comprendía lo que ocurría, intentaba aclararme. “¿Has venido? ¿Has venido?”. Cogí su mano, me incliné hacia él… “Sabía que vendrías…”. Me susurraba algo, yo no entendía qué decía. Me cuesta contarlo, cada vez que me acuerdo de aquel momento, los ojos se me llenan de lágrimas. “Cuando me marché al frente —dijo— no tuve tiempo de darte un beso. Bésame…”.
Le besé. Se le escapó una lágrima que se escurrió hacia el vendaje y desapareció. Y ya está. Murió…»
El silencio de las entrevistadas es lógico: al volver de la guerra, el
pueblo no las recibió con aclamaciones, sino abucheos. No solo no presumían de
sus actos heroicos, sino que lo ocultaban, como si nada de aquello hubiera
pasado, porque en caso contrario, eran rechazadas: los hombres no querían
casarse con mujeres de comportamiento y carácter tan masculinos, mientras que
el resto de mujeres las despreciaban y las acusaban de furcias.
Los últimos días de guerra son también muy duros. ¿Para qué seguir matando
si ahora lo único que te empuja es el sentimiento de odio? Se habla poco de los
alemanes, excepto al final, donde algún testimonio se permite perdonar y
algunas enfermeras narran cómo salvaron a soldados enemigos. El libro es inevitablemente
partidista en este aspecto (los alemanes son crueles y perversos, los villanos
absolutos en esta guerra), pero siento que se idealiza demasiado al pueblo
soviético, como si sus soldados no hubieran cometido las mismas atrocidades que
los alemanes cuando los persiguieron hasta Berlín. Solo dos testimonios hacen
hincapié en la crueldad soviética, pero incluso esos hablan de ello en tono de
disculpa, como si la guerra lo justificara todo.
«¿Usted cree que perdonar era fácil? Ver esas casitas blancas… intactas… Con techados de tejas. Con rosas en los jardines… Yo misma deseaba que sintieran dolor… Claro que quería ver sus lágrimas… No es posible volverse bueno al instante. Bueno e íntegro. Tan bueno como es usted ahora. Apiadarse de ellos. Necesité que pasaran décadas enteras…»
En general, a nivel temático, la novela reivindica la importancia del papel de las mujeres en la guerra. Sigue siendo un reflejo realista y muestra lo terrible que era, pero el tono es más idealizado: los hombres y mujeres que participaron eran héroes que salvaron la patria, pero no merece la pena participar en un conflicto bélico por la gloria, porque es algo que te marcará de por vida. El último tercio es la parte que se me ha hecho más difícil, no tanto porque sean testimonios más duros, como porque ya llevaba acumulado demasiado sufrimiento en mi cabeza.
«Durante días, durante semanas, estuvimos de pie con el agua llegándonos hasta el cuello. Con nosotros había una operadora de radio que había dado a luz hacía poco. Un bebé de un año… Pedía pecho… Pero la madre tenía hambre, no había leche, el niño lloraba. Los soldados estaban cerca… Llevaban a los perros… Si los perros le oían, moriríamos todos. Todo el grupo, unas treinta personas… ¿Lo entiende? El comandante tomó la decisión…Nadie se atrevía a transmitir la orden a la madre, pero ella lo comprendió. Sumergió el bulto con el niño en el agua y lo tuvo allí un largo rato… El niño dejó de llorar… El silencio… No podíamos levantar la vista. Ni mirar a la madre, ni intercambiar miradas…»
Me ha sorprendido que no se criticara la gestión gubernamental del
conflicto, porque la autora tiende mucho a la crítica política, pero entiendo
que este caso es distinto de otros que ha documentado porque aquí el pueblo
solo se defendía. Pese a ello, como viene siento habitual, la autora fue
censurada, incluso por ella misma, pero esta edición incluye las partes que en
su momento suprimió, así como conversaciones con el censor. Todo esto ayuda a
comprender mejor el rígido gobierno soviético y el valor de las mujeres que se
han atrevido a ofrecer su testimonio.
«Aquel día seguí sacando a los heridos del campo de combate, siempre con sus armas. A rastras alcancé al último, tenía el brazo completamente partido. Se le aguantaba sujeto por unos pequeños pedazos…, ligamentos… bañados en sangre… Había que cortarle el brazo enseguida para ponerle el vendaje. No había otra solución. Y yo no tenía ni cuchillo, ni tijeras. Llevaba el bolso colgado del hombro, pero de tanto ir y venir se me habían caído los instrumentos. ¿Qué podía hacer? Corté aquella carne con los dientes. Le puse el vendaje. Le estaba vendando y el herido murmuraba: “Más rápido, enfermera. Tengo que seguir luchando”. Deliraba…»
No estoy segura de hasta qué punto los nombres que firman los testimonios
son reales o si son pseudónimos, porque no se especifica. De todas formas, la
identidad de las entrevistadas no es lo importante; la autora no quiere
mostrarnos historias individuales, sino que la cacofonía de voces recogidas nos
transporten a la atmósfera bélica y nos permitan contemplar todas las facetas de
la guerra.
«Con nosotras estaba una chica de Moscú, Natasha Zhílina. La condecoraron con la Medalla al Valor y le dieron permiso para ir a casa unos días. Cuando regresó, la olfateábamos. Literalmente: hacíamos cola para olerla, decían que olía a casa. Cómo echábamos de menos a la familia…»
Svetlana recopila decenas de testimonios, algunos muy breves (tan solo una
anécdota o una reflexión), para transmitir un sentimiento general (como cuando
varias enfermeras explican lo agotadas que se sentían), y otros más largos
(narraciones cronológicas de varias páginas), para mostrarnos lo mucho que
puede sufrir una única persona. En ninguno de los dos casos tenemos a personajes
de verdad, solo voces anónimas, porque en realidad no estás leyendo el
relato de varias mujeres (con las que puedes empatizar más o menos), sino toda
la historia de las mujeres soviéticas.
«En la carretera habíamos recogido a una mujer, estaba inconsciente. Más tarde nos dimos cuenta: no podía caminar, se arrastraba y creía que ya había muerto. Sentía que perdía sangre, pero decidió que lo sentía desde ultratumba. Cuando la despertamos, se recobró un poco y la escuchamos… Nos contó cómo los habían fusilado, los conducían al lugar de fusilamiento, a ella y a sus cinco hijos. Mataron a sus hijos mientras les conducían hacia el cobertizo. Los alemanes se divertían disparándoles… Les quedaba el último, un niño de pecho. El alemán le hacía señas a la madre: “Lánzale al aire, que le voy a disparar”. Entonces la madre tiró al niño, pero lo tiró contra el suelo, para ser ella misma quien lo matara… A su propio hijo… Para que el alemán no tuviese tiempo de disparar… Ella decía que no quería vivir, que no podía vivir en este mundo después de todo eso… Que no quería…»
Esta impersonalización conlleva ciertos riesgos, como el de no lograr
transmitir la emoción o no reflejar adecuadamente el tono de la narración.
Falta la explicitación de muchos elementos paralingüísticos (indicar los
gestos, las muecas, las inflexiones de voz, cuando alguien ríe o llora) que
hubieran ayudado a que entendiéramos mejor cómo se sienten las narradoras, y
más teniendo en cuenta que, al ser una transcripción de una entrevista, no hay
didascalias. Entiendo que el hecho de incluir descripciones (de la entrevistada
o de su entorno) o fotografías hubiera sido demasiado invasivo y personal, pero
sí me parece que es necesario que la voz tenga cierta vida. También hubiera
sido de ayuda conocer el año en que se hizo la entrevista (la distancia con los
acontecimientos es importante) y la edad de las entrevistadas (yo siempre las
imaginaba jóvenes, porque muchas dicen que lo eran, por lo que he sentido que
las mujeres adultas participaron mucho menos).
«Yo me convierto en un testigo. Un testigo de lo que la gente recuerda, de cómo recuerda, de lo que quiere comentar y de lo que prefiere olvidar, encerrar en el rincón más lejano de su memoria. Esconder tras las cortinas. De cómo estas mujeres se desesperan buscando las palabras adecuadas, deseando reconstruir lo desaparecido, con la ilusión de que la distancia en el tiempo les ayudará a hallar el sentido completo de los hechos que vivieron. Ver y comprender lo que entonces no pudieron ni ver ni comprender. Observan y se reencuentran. Muchas veces se han convertido en dos personas: esta y aquella, la joven y la vieja. La persona en la guerra y la persona después de la guerra.»
Lo más enriquecedor de la novela son las intervenciones de Svetlana. En el
caso de algunas narraciones, normalmente las más largas, ella añade sus
pensamientos al principio o al final y habla de cómo le afectaron esas
historias en concreto o de las reflexiones que extrajo de ellas. Además, a
diferencia de sus otras obras, aquí explica cómo lo hizo para seleccionar a qué
personas entrevistar, algo que me tenía en vilo por su complejidad y la
cantidad de gente deseosa de ser escuchada.
«Yo no quería matar, no nací para matar. Quería ser maestra. Pero vi cómo quemaban la aldea… No podía gritar, tampoco podía llorar en voz alta: estábamos de reconocimiento y pasamos cerca de aquella aldea. Solo pude morderme las manos, me han quedado las cicatrices: me mordí hasta sangrar. Recuerdo cómo gritaba la gente… Las vacas gritaban… Las gallinas gritaban… Me parecía que todas las voces eran humanas. Todo seres vivos. Ardían y gritaban.»
La guerra no tiene rostro de mujer es un libro que da pie a extensos
análisis, pero que solo se puede comprender de verdad si uno se adentra en su
lectura. Es breve, pero intenso; encierra tanto sentimiento en él, que cada
página me duraba lo mismo que dos o tres, porque releía el mismo fragmento una
y otra vez. La obra ofrece una
perspectiva holística de la mujer soviética en la Segunda Guerra Mundial, les
da voz y le rinde el homenaje que se merece. La selección de entrevistas y
fragmentos es muy acertada, porque se habla de gran variedad de temas relacionados con la guerra y las mujeres entrevistadas representan amplios sectores del ejército. Además, las reflexiones que intercala la autora son enriquecedoras, aunque
las transcripciones ganarían sentimiento si incluyeran elementos
paralingüísticos. Los testimonios son duros, se relatan historias muy crueles,
gráficas y brutales, pero al mismo tiempo son necesarios para comprender cómo
el ser humano se adapta a cualquier situación para sobrevivir. La obra peca de
cierta idealización del ejército soviético, pero nadie puede negar que aquellas
mujeres fueron heroínas, pese a que muchas no recibieron ni una sola
conmemoración: siguieron al pie del cañón ante la adversidad, no desfallecieron
pese a la sangre que las rodeaba, ni sucumbieron a la desesperación, sino que
siguieron salvando vidas y luchando por su futuro, pero lo más importante,
nunca abandonaron su fe en la humanidad y siguieron adelante, pese a todo lo
que sus ojos inocentes habían contemplado.
Lo recomiendo a todos aquellos que quieran explorar los entresijos más
oscuros del alma humana, a aquellos que quieran comprender cómo es posible
seguir adelante después de la barbarie más absoluta. Eso sí, esta lectura
requiere mucho coraje y fuerza de ánimo; no te acerques a ella si sufres
depresión o si llevas una temporada melancólica.
Cosas que he aprendido:
- La ceniza se puede usar en sustitución al jabón
- Había muchas más mujeres en el ejército de lo que creía
- Tengo mucha suerte de dónde y cuándo he nacido, así
como de la vida que he llevado hasta ahora.
- Algunas mujeres anónimas escribían cartas a los soldados del frente
que no tenían familia para darles ánimos. Firmaban como "la joven
desconocida".
- La importancia del segundo frente
- Puedes sobrevivir comiendo mierda fría de caballo
- Era difícil como mujer ir al baño en un barco
- Las mujeres no fueron solo enfermeras, sino que ocuparon muchos cargos diversos en el ejército.
- Los zapadores son los que desactivan las minas
- No lamentes tus fracasos si lo has hecho lo mejor posible
- Sigue adelante por todo el Bien que aún puedes hacer
- La guerra es un mal necesario para defender aquello que amas
Y ya para terminar, os dejo con mis avances en Goodreads:
PUNTUACIÓN...4'5/5!
Primeras Líneas...
Que super reseña!! Te has despachado con gusto y me eeencaaaataaa.
ResponderEliminarGracias por tu excelente trabajo.
Me alegro de que te haya gustado ;)
EliminarEn general me gusta lo que cuentas y si fuese narrativa lo leería, pero por ese aspecto no me atrae demasiado
ResponderEliminarUn saludo
Entiendo que el formato te eche para atrás, pero creo que le deberías dar una oportunidad, porque cada testimonio cuenta su historia, por lo que es como una antología de voces.
Eliminar¡Hola! No conocía ni el libro ni a la autora, y aunque trata sobre una historia de este tipo por ahora lo dejaré pasar porque no soy de leer este tipo de historias. Por cierto, me ha encantado tu reseña. Besos :)
ResponderEliminarMe alegro de que te haya gustado la reseña^^ Y entiendo que el formato te eche para atrás, pero sin duda merece la pena.
EliminarLecturas necesarias, pero tan duras... Ahora mismo no tengo cuerpo para esta lectura, pero más adelante me gustaría hacerle hueco, aunque aún tengo Voces de Chernobyl pendiente...
ResponderEliminarBesotes!!!
Pues si tienes el de Chernobyl, empezaría por ese. Por otra parte, no voy a darte prisa: es una lectura para la que tienes que estar en el momento anímico necesario.
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